El Río de la Plata y las Siete Corrientes
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I - América y la adivinación de ella
Gloria inmortal del espíritu ha sido siempre apoderarse por concepciones profundas de los secretos del porvenir. Así, muchas veces ha extraído del cielo la llama divinal de la infinita lumbre. Con ella ha encendido las antorchas de la fe y de la razón que iluminaron los triunfos de la humanidad(1).
(1) Extracto de la obra “Recuerdos históricos sobre la fundación de Corrientes en el Tercer Centenario” (1888), escrito por el doctor Ramón Contreras. El doctor Contreras fue el compilador de la documentación, que la Provincia de Corrientes hizo publicar, oponiéndose a la separación del territorio de Misiones con el pretexto de fijársele sus límites por Ley nacional, y en aquellos libros, manifiestos, etcétera, se habían dado al público antecedentes serios de la fundación de Corrientes (1588) y de su dominio jurisdiccional. Le fue fácil, entonces, escribir sobre los sucesos que dieron origen a la ciudad, con encomiable entusiasmo y erudición. Al darse el debate sobre varios aspectos de este proceso histórico con el doctor Manuel Florencio Mantilla, el doctor Contreras ahondó en sus informaciones, dando a luz el folleto “Recuerdos históricos”.
Prometeo, que no pudo por sí extraer el fuego del cielo, no es la alegoría de esos poderes extraordinarios del espíritu, pero lo fue el genio de Platón, transfigurado en “Cridas”, el de “Cristo” y el de “Cristóforo”, descubridor de América. Esa trinidad de C y C y C es sin duda una forma cabalística pero sublime de las más grandes glorias de la humanidad.
Platón, arrebatado del poder excelso de su espíritu, lo pasea por encima de los altísimos temas de la génesis de la humanidad, de la naturaleza, del orden cósmico entero, estudiándolos en su libro Timeo o de la Naturaleza. El estudio lo hace en un diálogo figurado en que sólo hablan “tres”: Sócrates, Hermócrates y Critias.
Rompe el comienzo del diálogo Sócrates, el mártir de Atenas, como Cristo mártir del Gólgota, como Cristóforo, el mártir de Valladolid, y pronuncia enfáticamente estas palabras:
“Uno, dos, tres”, agregando enseguida: “Pero querido Timeo, ¿dónde está el cuarto de mis convidados, con quienes he conversado ayer y que me obsequian hoy?”
La “Trinidad” es la profunda idea que lo preocupa como ley suprema a todo ser.
La manifestación neta de esa idea encubre luego, con el velo de la numeración de los convidados asistentes, como para hacer ver que nota sólo la ausencia del “cuarto”.
Así con la supresión de éste, hace resaltar la forma cabalística de un principio profundo.
Después de haberse ocupado Sócrates acerca del Estado, tal cual es tratado en el libro La República, en aquella reunión iban sus convidados a corresponderle con un entretenimiento semejante. So pretexto entonces de un Estado perfecto o sea la República, Critias habla de la Atlántida.
¡Visión maravillosa del espíritu! La Atlántida es, según Critias, la isla al otro lado del océano Atlántico: es más grande que el Asia y la Libia; está a la misma latitud de las Columnas de Hércules; es la patria de ese Estado en que sus principios tienen “alguna cosa de la naturaleza de Dios”; es, ¡concluyamos! la visión preclara de nuestra América pasada y actual, con el cristianismo en él trasplantado por la España principalmente, y con su republicanismo que se funda en los principios enseñados por Cristo, y tiene por tanto “alguna cosa de la naturaleza divina”.
La platónica penetración a través de más de XXII siglos, adivina la América y su Republicanismo nutrido con la savia divina del Evangelio por razas europeas, sajonas y latinas; de éstas, especialmente por ibéricas y lusitanas, descendientes de las que están cerca de las Columnas de Hércules.
Así, el poder infinito del espíritu socrático y platónico en Critias, preconiza América y su Gobierno republicano de entelequia divina. En pos, Cristo dicta a la humanidad la constitución de los principios divinos que han de vivificar verdadera República. Más tarde, Cristóforo, lo ha de llevar a América con su descubrimiento.
El vendaval regenerador que ha de levantarse desde los cimientos del Gólgota, penetrando en los abismos del desorden humano, valiéndose del túrbido espíritu de Roma, azotará por un lado las gélidas regiones de la raza sajona en Europa (1640 y 1689), para ir a descargarse en lluvias torrenciales de bien en América (1774 - 1783), levantando con Washington y millares de otros, el templo de la República.
Ese vendaval, por otro lado, rugiendo en las ardientes zonas de la raza latina en Europa (1789 - 1850) vendrá a reventar en América en erupciones (1808 - 1826) volcánicas, que harán surgir a Bolívar, San Martín y millares de héroes que batallarán también por la República, concebida en el mismo espíritu de Cristo.
¡Qué portentos soñados de antemano por el espíritu humano, desde numerosos siglos atrás!
Pero ¿cómo Platón se desenvuelve para insistir y manifestar esas visiones célicas de su espíritu?
Se vale del romance, envolviéndolas en las formas fugitivas e inciertas de tradiciones longincuas, que se pierden en las brumas originarias de las edades pasadas.
En su libro el Timeo hace de ese modo la revelación de América y su Republicanismo, en las formas tradicionales acerca de la Atlántida. En su libro Critias o de la Atlántida, vuelve sobre lo mismo y en él se ocupa exclusivamente de ese asunto.
¿Por qué Platón, espíritu serio, maduro y fecundo ha recalcado tanto, hasta consagrar un libro especial a ese asunto de la Atlántida y de su gobierno perfecto, mientras mantuvo sus elementos divinos, si en su alma la Atlántida fuera un simple romance, una simple creación de su imaginación?
¿Por qué al estar tratando seriamente de la génesis del universo, de la tierra y de la humanidad, en el Timeo mezclaría el asunto de la Atlántida si para él no fuera sino una fábula?
Concibió, sin duda, la existencia de otro continente, otra fracción importante de la humanidad, otras ideas políticas en acción, no corrompidas como las en boga en su tiempo en Asia y Europa; pero no se atrevería a apoyar esas verdades con aserciones serias, porque le sería quizá hostil toda la manera de opinar en su época; y que en ese caso, apelaría a las formas mitológicas y románticas para legar a la humanidad futura esas luces desprendidas de su genio colosal.
Así fue. Esas revelaciones platónicas, según muchos autores, contribuyeron para las visiones trascendentales de América en Cristóforo Colombo, o sea Cristóbal Colón (para la del “Cipango del Cathay” que tanto las revolvió en su mente).
Pero es bien recordar ligeramente siquiera algunos de esos rasgos románticos de la adivinación platónica de América.
Critias en el Timeo, en su diálogo con Sócrates y demás amigos, como apoyando las ideas de éste sobre un Estado perfecto, revelado en la República, comienza contando las tradiciones antiguas de un Gobierno tal en Atenas y en la Atlántida; tradiciones llevadas a Grecia por el gran Solón, y recogidas en el recinto de los templos de Egipto de boca de sus sacerdotes ilustres.
La imagen querida de América está prefigurada por Critias en el Timeo, así:
“Nuestros libros cuentan cómo Atenas destruyó un ejército poderoso que, saliendo del océano Atlántico, había invadido insolentemente la Europa y el Asia. Por entonces ‘se podía atravesar ese océano’. En él se encontraba, en efecto, una ‘isla’ situada en la derecha del estrecho, llamado por los griegos las Columnas de Hércules. Esta isla ‘era más grande que la Libia y el Asia juntas’. Los navegantes pasaban de allí a las otras islas, y de éstas al continente que borda ese mar, verdaderamente digno de ese nombre.
“Pues, todo lo que hay más acá del referido estrecho, se parece a un puerto de entrada angosta, mientras que el resto es un verdadero mar, lo mismo que la tierra que lo rodea tiene en todo concepto el derecho de ser llamada un Continente.
“Pues en esa isla ‘Atlántida’ había ‘reyes’ que habían fundado una grande y maravillosa potencia... Pero en los tiempos que siguieron, tuvieron lugar grandes temblores de tierra, inundaciones y en un día, en un solo instante fatal, todo lo que allí había... fue sepultado simultáneamente en la tierra hendida.
“La isla ‘Atlántida’ desapareció bajo el mar; y es por eso que hoy no se puede ni recorrer ni explotar ese mar, encontrando la navegación un insuperable obstáculo en la cantidad de cieno que la isla había depositado al hundirse al abismo...”.
La visión platónica envolvía la idea fundamental de la existencia de “un continente” al otro lado del océano Atlántico; lo demás era, tal vez, las formas indecisas y vagas de un conocimiento imperfecto, que buscaba su repleción en el seno de una concepción mitológica acomodada a su época.
Cristóforo comprobó esa visión y descubrió ese continente más de XVIII siglos después. Era América, descubierta el viernes 12 de Octubre de 1492.
Por lo demás, hasta la nación poderosa de “Atlán” de donde deriva la “Atlántida”, denominación de los hijos de esa nación, son noticias platónicas, que después del descubrimiento de América tienen una importancia histórica y etnográfica.
En efecto, al Norte de California, a la latitud próximamente de las Columnas de Hércules, en siglos remotos tuvo su asiento primitivo el pueblo llamado Aztlán.
El abandonó esa región en 1160, y por medio de una emigración lenta que fue asentándose sucesivamente en “Tenochtitlán”, en la cordillera de “Toluca”, llegando a ella por el lado de Tula, en Zumpango, en las lomas de “Tepeyucac”, en “Chapoltepec”, en “Acocolco”, en “Mexicalcingo”, en “Iztacalco”, por fin en el país de “Anáhuac” en 1325, en donde levantaron la gran ciudad de Tenochtitlán, que llegó a ser la corte del vasto imperio mexicano que conquistó Hernán Cortés, uno de los de la pléyade ilustre de los habitantes de las Columnas de Hércules, o del país de “Gadir” (Cades), a quienes abrió camino el inmortal Cristóforo Colombo.
Causa maravilla esa recitación platónica acerca de la palabra “Atlántida” por su conformidad a la historia de la “Aztlán”, de la región americana.
¿Tenían los sacerdotes egipcios de Sais noticias de la existencia de “Aztlán” para elaborar la leyenda que sobre ella transmitieron a Solón, según se dice en Critias y en Timeo?
El “Zumpango” de los Aztlán, ¿fue vagamente conocido por Ptolomeo y Marco Polo, sobre cuyos datos habla del “Cipango” o “Zipangui” Pablo Toscanelli en su mapa y carta remitidas en 1474 a Colón?
La comarca americana de “Tula” en que se poblaron también los aztecas, ¿no habrá llegado como un rumor lejanísimo, a la ciencia geográfica de los griegos, de modo que Ptolomeo la citará con el nombre de “Thule”, aunque dándole una posición muy diversa y hacia la isla actual llamada “Iceland”? Colón, en sus primeras navegaciones, llegó en 1477 a la isla “Tile” o “Tule”.
Sea de ello lo que fuere, sean o no esos datos antiquísimos primeras adivinaciones del espíritu, fijémonos que en Critias, la capital de la Atlántida era inmensamente rica.
“Tal era la inmensidad de las riquezas -dice Platón-, que ninguna casa real no las ha poseído en mayor cantidad y no las poseerá jamás. Todo lo que la ciudad y el país podían proporcionar, sus reyes lo tenían a su disposición. Muchas cosas eran importadas, gracias a su poder, pero la Atlántida producía casi todo lo más necesario a la vida; y desde luego, los metales o sólidos o fusibles, y aún aquel cuyo solo nombre conocemos, pero existía allí en realidad extrayéndolo de mil lugares, el oricalco, entonces el más precioso de los metales después del oro”.
El hecho es que los españoles, con Hernán Cortés, encontraron (1519 y 1520) en México, o el país de los antiguos de “Aztlán”, una riqueza extrema en metales preciosos, y un fausto y grandeza en su Corte que los llenaron de admiración.
Las maravillosas riquezas de “Cipango”, según las descripciones de Marco Polo y Toscanelli, eran el ideal, en cuya busca Colón, después de descubrir América, vagaba de isla en isla por descubrir, como los españoles buscaron en el Río de la Plata las riquezas fantásticas del país de “Trapalanda” o de los “Césares”, como los antiguos se extasiaban en imaginarse las riquezas del país de “Ofir”, de tradición salomónica referente al templo que levantó al único Dios.
Dejemos a un lado otros detalles de Critias sobre la Atlántida, como aquél de los “diez” soberanos primitivos de ese país, y que serían anacrónicos con los de Tenochtitlán o México, que fueron “diez” hasta Quauhtemostsín (“Guatimoczín”, hispánicamente).
Concluyamos.
La América tiene una génesis sublime en la idea. Su luz de antemano brilló en la adivinación platónica; su civilización, en los inmortales principios cristianos; su realidad, en las inspiraciones de Colón.
La Trinidad, como ecuación más profunda de toda idealidad, se formula para América en Critias, que la vislumbra; en Cristo, que prepara sus poderes; en Cristóforo, que la busca.
Su gloria, formulada así en las regiones luminosas del espíritu, Colón el 2 de Agosto de 1492, se lanza en tres carabelas, la “Santa María”, “La Pinta” y “La Niña”, para ir a encontrar a América en la isla “Guanahaní”, de los guaraníes y saludar allí postrado con los suyos, a la Virgen de la Atlántida, al ángel evangélico de las Repúblicas futuras.
Hoy celebramos la fundación tricentenaria de Corrientes, ciudad americana, justo es religar sus glorias a las purísimas de América; y al recordar que ella tuvo su planta entre guaraníes, conmemorar al primer cacique “Guacanaharí” y de raza guaranítica a quien Colón dio el abrazo inmortal en nombre de Europa al Nuevo Mundo.
II - El Río de la Plata y las Siete Corrientes
Cristóforo, portador del espíritu vivificante de Cristo, desde Europa para América, casi al centro de las dos grandes divisiones de ella, llegó con su bajel y dos carabelas. En el archipiélago de “Bahamas”, de más de 500 islotes y peñones, allí aquel hombre extraordinario daba principio al descubrimiento de América, al hecho más portentoso que, después del cristianismo, había verificándose en el mundo.
Los anales del género humano no presentan un acontecimiento tan singular a los ojos del filósofo, tan interesante al naturalista, ni de tanta influencia en la humanidad, como ese descubrimiento que, dando impulso a la navegación y enriqueciendo todo el orden económico, el de las ciencias y el de la historia, llegó a ser el cimiento para dar origen, en casi tres siglos después, al establecimiento del republicanismo cristiano, que es el Evangelio moderno que transformará los destinos de las naciones.
Cristóforo Colombo, penetrado sin duda de que su misión tenía toda esa importancia, a la isla a que en su primera cruzada acababa de llegar, dio el nombre de “San Salvador”, aludiendo a Cristo, llamado el Salvador. Pero los ingleses, que hoy poseen esa isla, la llaman “Isla del Gato” (Cat-Island).
Así, el ensueño platónico, aunque se realizaba frente al Aztlán en cuya latitud próximamente se hallan las islas Lucayas o de Bahamas, la raza guaranítica allí, casi en su extremidad norte, recibía a los cruzados modernos del descubrimiento.
Esa misma raza iba a tener casi en la extremidad austral de su territorio, destino semejante. En el “Parana Guasu”, hoy “Río de la Plata”, había de recibir también la presencia de uno de los próceres de la cruzada de Colón.
En efecto, Vicente Yáñez Pinzón, de los principales compañeros de Colón en su primer viaje a América, había sido el primero que, con Juan Díaz de Solís, había desplegado las velas de sus buques en las aguas del Río de la Plata, coronados uno y otro de la gloria que acababan de adquirir con el descubrimiento de la vasta comarca de “Yucatán” (años 1508-1509), cuyas costas habían recorrido en su mayor parte después de haber tocado la isla “Guanaya”, descubierta por Colón a poca distancia de las costas de Honduras (1502).
En la costa atlántica, cerca de la laguna de los Patos y hacia el Río de la Plata, esos exploradores notables habrán de haber pasado por frente de los “guayaná”, “arechané” y “charrúas”, tribus guaraníticas que, sin dudas, tenían un origen étnico común allá en tiempos remotísimos, con los de “Guayaná”, “Guanahaní”, hasta “Ticonderoga” en el Estado actual de New York.
La idea y la lengua que la expresa, el más perenne vínculo de la unidad primitiva de cada tipo étnico, traicionan y engañan menos en las investigaciones arcaicas que cualquier otro dato.
Vicente Yáñez Pinzón y Juan Díaz de Solís, que llevaron el espíritu de Colón al Río de la Plata, allí volvió más tarde, en 1515, Solís, para sellar con su sacrificio y el de algunos de sus compañeros, la misión trascendental de Cristóforo: primera sangre que había de fecundar las semillas del Evangelio moderno, que después en esas regiones, por medio de la Revolución de Mayo de 1810, preconizaría su triunfo definitivo.
De Colón a Pinzón y Solís, de Solís a Sebastián Caboto, en 1526 ó 1530, se transmitirá el pendón de la cruzada glorificadora del espíritu que en la Atlántida vislumbrara, que en el Tabor se transfigurara, que en las meditaciones de Colón diera inspiraciones. De mano en mano, por supuesto, el espíritu de la cruzada irá descendiendo para tomar otros rumbos, pero no por eso su significación altísima perderá de importancia.
Alvarez Ramón, Nuño de Lara, Sebastián Hurtado, Lucía Miranda y tantos otros compañeros de Caboto, también dieron el tributo de su sangre en honor del pendón de esa cruzada gloriosa.
Caboto, desde su fuerte “Sancti Spíritu”, en dos navíos arrasados de sus obras muertas y a remo con 120 hombres como Colón, con otros 120, se aventuraba desafiando un océano desconocido a través de su inspiración, fueron los primeros europeos que saludaron algunas de “las costas” hoy “correntinas”, aventurándose, río arriba, en el desconocido “Paraná” y “Paraguay”, para rematar después de combates cruentos con agaces o “payaguás”, en episodios y rescate que encendieran su fantasía, e hiciéronle abandonar la gloriosa obra de Magallanes, que le había sido encomendada, volviendo a España para enardecer los ánimos en la Corte y en los particulares.
El dio al Parana Guasu o Río de Solís, el relumbrante y fantástico nombre de “Río de la Plata”.
De Colón, Pinzón, Solís y Caboto, Carlos V transmitió la insignia de la cruzada en 1534 a Pedro de Mendoza, con el título de “Adelantado” del rey en el Río de la Plata.
A él vino Mendoza con 2.300 españoles y 150 alemanes, flamencos y sajones, 14 navíos y con recursos suficientes de colonización que debía fecundar esta región de América.
Después de desventuras trágicas, a la altura de la de los últimos romanos guiados por Estilicón, Aecio y Bonifacio, resistiendo todavía a los bárbaros, y comparables al abandonar la defensa de la primera Buenos Aires a las de Hernán Cortés, en la triste noche de Julio 1 de 1539 al retirarse abandonando la ciudad de México (Tenochtitlán), la hispana gente cerró así un cuadro épico en el Plata, que continuó la significación inmortal de la cruzada iniciada por Colón.
Aparte de las vidas de Diego Mendoza, B. Bracamonte, P. Rivera, J. Manrique, D. Luján, A. Suárez de Figueroa, Pedro de Mendoza, J. Ayolas y otros ilustres capitanes, y las de más de 1.940 españoles, aquel cuadro se cerró con la muerte del mismo Adelantado Pedro de Mendoza, en el mar, al volver a España, bajo el peso de tantas desgracias, a buscar nuevos recursos.
De esa esforzada gente, algunos 400, que con el Adelantado subieron el río Paraná siguiendo los pasos de Caboto, fueron los que por segunda vez en sus exploraciones, pasaron por aquella pequeña porción del río Paraná en que se hallan “Siete Corrientes”: la de ese río, y de seis más que desembocan en él, desde las bocas del Paraguay hacia abajo.
De esos valientes expedicionarios, son los “primeros españoles” que bajaron y penetraron al Interior del territorio correntino, hasta la laguna “Yvera”, a estar a un aserto de D. P. de Angelis, anotando el Diario de Schmidel, uno de los de esa expedición.
Esa pequeña región del Paraná, pintoresca en extremo, recibe a su derecha por la parte del Chaco, los cuatro pequeños ríos, llamados Negro, Tragadero, Yne (río Hediondo), otro más que le sigue al N. E., y los dos brazos principales del río “Paraguay”, llamados “Río Ancho” uno, y el otro “Paraguay” propiamente.
Esas corrientes, que descargan sus aguas por seis bocas en la del Paraná, con la de éste, forman siete corrientes.
Las dos expediciones, de Caboto y Mendoza, han conocido, sin duda, esas corrientes. Hicieron lentamente sus exploraciones remontando el Paraná y Paraguay, visitando la mayor parte de sus islas, poniéndose en contacto con sus naturales, midiendo distancias, calculando latitudes, estudiando costumbres y recursos, etc.
Subieron hambrientos de noble gloria, de pan y de riquezas. Las miradas escrutadoras a través de esos bosques y costas, debieron ser muy prolijas en lo posible.
Detengámonos un poco más para acabar de expresar todo lo relativo a la corografía hidrográfica de la pequeña región de las “siete corrientes”.
El delta del río Paraguay, en su confluencia al Paraná, está formado por los dos brazos citados, que son los principales, y por otro hilo de agua, que forma la “Laguna Piris” y desemboca en el Paraná, a más de 33 leguas al E., formando largos pantanos y terrenos anegadizos, de fatídicos recuerdos por los sangrientos combates de nuestra guerra desde 1865 Abril 14, con la República del Paraguay.
“A seis leguas abajo de Humaitá, el Paraguay se reúne al fin al Paraná. Dos islas que dejan entre sí un ancho canal, divídenlo en tres brazos; de ese modo dase a su yunción, el nombre de Tres Bocas. La del medio, la principal, es la ‘boca de Humaitá’, o el Paraguay propiamente dicho; la del Oeste, la ‘boca del Atajo’, a causa de la isla con ese nombre; la del Este, muy angosta, desemboca cerca del antiguo ‘Paso del Rey’, hoy día ‘Paso de la Patria’, en donde los paraguayos tienen ‘una pequeña ciudadela y campamento’” (M. de Moussy).
“El ‘Estero Bellaco’, empero, consiste en dos corrientes de aguas paralelas, que casi siempre guardan una distancia de tres millas y separadas, una de otra, por un espeso bosque de palmas, llamadas ‘Yatai’...
“El Bellaco desagua en el Paraguay por la laguna Piris, y en el Paraná, como a cien millas al Este” (J. Thompson).
El brazo del río Paraguay, más al Oeste, en su boca superior, se llama “Atajo”, y al desembocar al Paraná, llámase río “Ancho”, y de él salen, por tres puntos distintos, hermosos riachos que, serpenteando en pintorescas curvas a uno y otro lado del Atajo o Ancho, en un lecho de pajas y de bosques, del delta, ninguno desemboca en el Paraná.
En el punto casi de confluencia del brazo principal del Paraguay y Paraná, está la población hoy “El Cerrito”, y allí, “las tres bocas”: la del Paraguay, la principal del Paraná; la de un brazo de éste, llamado “Riacho de Guácaras”.
Allí, como un gran lago de plata, el Paraná se esparce en más de cuatro millas de ancho, que nos trae a la imaginación el símil con la extensión argentea de las plácidas concepciones de Platón; allí, ante esa “trinidad” de bocas, siéntese fogosa vida de la naturaleza en su vegetación, en su ambiente y en su clima, recordándonos aquel animado entusiasmo de Colón ante el calor de sus visiones inspiradas de América.
Más abajo de esas “tres” bocas de arriba y de las tres bocas de región inferior y en las de esas “siete” corrientes, levantóse un día una Cruz, símbolo místico de esos números, en sentido de significaciones teológicas y bíblicas; más tarde, alzóse cerca de esas tres bocas y de esas siete corrientes, una ciudad que adora esa Cruz, en que Cristo simbolizado, atrae a sí de una parte el genio de Sócrates y Platón por el lado de la unidad y trinidad divinas; y reata a sí el espíritu de Colón por el lado de la unidad y de la caridad de y a las naciones desconocidas que soñaba descubrir, en las tierras en cuya busca vagó de Corte en Corte y se atrevió a todos los peligros del océano Atlántico, en tres débiles barquillas, una sola de ellas cerrada y con puente.
La gran isla a cuya espalda corre el “Riacho Guácaras”, brazo del Paraná, está cortada por tres delgados canales que ponen en comunicaciones ese riacho con el canal principal del Paraná; y en la extremidad Sudoeste de toda la isla, dividida en cinco porciones por esos pequeños canales, se ven otras tres bocas: la de ese riacho; la de dos canales intersecantes de la isla, reunidos en uno; y la del canal principal.
Enseguida de esa isla, bajando el río frente a la boca del río Ancho, otro nuevo mar de plata en los días claros v serenos, más ancho que el anterior. Allí sus corrientes se precipitan, divididas, a pasar por entre las dos costas del Chaco y de Corrientes, y las tres islas: “Antequera”, del “Medio”; y “Meza” formando el riacho de Antequera sobre el Chaco, y otros tres canales principales cuyas tres bocas, desde la ciudad actual de Corrientes, se ven a través de una ensenada pintoresca.
En el riacho Antequera, depositan sus corrientes el “Yne” y otro arroyo. La isla Antequera, al S. O., está dividida por un canal estrecho.
Frente a Corrientes, y en seguida de esa isla, el Paraná concentra sus aguas y sólo desprende un brazo por tras de una islita o banco de arena, que es el arroyo “Barranqueras” que contornea por la parte del Chaco la gran isla de ese nombre, cortada al N. E. por un pequeño canal.
El otro brazo principal se subdivide más abajo en tres, para encerrar dos islas, llamada una del “Riachuelo”, para reunirse más abajo dos de esos brazos y formar el canal que pasa por frente el delta del “Riachuelo”, que por dos canales cae por la izquierda al Paraná, mientras el tercero se reúne con el arroyo Barranqueras para con él formar el canal de “La Palomera”.
He ahí la pequeña región encantadora, con su laberinto de corrientes, ríos y canales, con sus bosques y grutas naturales de grandes árboles, y lianas que los entrelazan y tejen, y con su verdor imperecedero en todas las estaciones, en cuyo medio levantó la hispana raza, en 1588, una ciudad con la especialidad de una “Cruz” por símbolo expreso de distinción, y cuyo III Centenario hoy comenzamos a celebrar.
Una región con esas siete corrientes de distinto origen, dentro de un tan pequeño espacio, de la parte del Chaco, no se reproduce en todo el Paraná, desde Corrientes hasta el Río de la Plata: sólo un símil de ese accidente se ve cerca de “Santa Fe de la Vera Cruz”, fundado por Garay en 1575, en el Gobierno del tercer Adelantado, Ortiz de Zárate.
Desde más abajo de Corrientes, en toda la vasta zona anegadiza del Chaco, hasta Coronda, el carácter del Paraná es proyectar brazos innumerables, que se alejan atrevida y caprichosamente, que se entrelazan y forman redes asombrosas y encantadoras, aprisionando un mundo de islas inmensas y pequeñas.
El gran Océano no es más admirable con su pintoresca Polinesia, que esa región del Paraná frente a Bella Vista, Goya y, en parte, de la Provincia de Santa Fe. Esa es la Polinesia paranaense.
Desde más abajo del “Diamante”, en la parte de Entre Ríos hasta el Plata, otro es el carácter del Paraná, en esa región baja.
Infinitos, hermosísimos canales, a través de tierras anegadizas y bajas como cubiertas de doradas mieses, casi sin bosques, o con sauzales uniformes, como si fueran deformes y visibles líquenes que tapizan el fondo del océano. Eso nos recuerda el carácter de las regiones bañadas por el Nilo en sus crecidas.
Es la Saida paranaense del Plata.
En todas esas regiones bajas faltan las tres bocas caudalosas parecidas a las del Paraná y Paraguay. Las del Gualeguay, Nogoyá, el Salado, el Saladillo, etc., en sus juntas no ofrecen el espectáculo grandioso que el que ofrece la pequeña región de las “siete corrientes".