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LAS REDUCCIONES JESUITICAS

Los indios, reducidos en establecimientos y poblaciones regenteados por religiosos, en su gran mayoría jesuitas, constituían un número importante y en gran parte concentrado en una porción reducida del territorio: el constituido por los tramos superiores de los ríos Paraná y Uruguay.

En esta zona, denominada de las misiones, habían establecido, los jesuitas, treinta pueblos indígenas: trece sobre ambas márgenes del Paraná; diez, sobre la margen occidental del Uruguay; y siete, al oriente de este último río.

Poseían, además, otras siete reducciones, en la Gobernación del Río de la Plata, y tres en la de Tucumán. Frente a estos cuarenta establecimientos, los franciscanos habían establecido tres reducciones, que totalizaban tres mil indígenas.

La población de las reducciones jesuíticas, o pueblos misioneros de la cuenca mesopotámica, alcanzaba -hacia 1750- a unos 90.000 habitantes, contrastando con la escasa población de las otras Reducciones de la Compañía, que no pasaban de diez mil habitantes.

Podemos establecer, así, un total aproximado de 103.000 indios reducidos, cuyo núcleo central -mesopotámico- ofrece, por su desarrollo y organización, un amplio campo de estudio de esta excepcional experiencia apostólica y cultural.

Cada población alcanzaba un promedio de tres mil habitantes, aunque hubo algunas que llegaron a cinco mil. Para medir, adecuadamente, la importancia de estos centros, baste recordar la población de las principales ciudades del país.

Esta obra monumental, fruto del trabajo de un puñado de misioneros, constituyó un esfuerzo orgánico en pro de una simbiosis cultural, a través de la cual, aquéllos buscaron cristianizar a los indios y atraerlos hacía hábitos de vida y trabajo occidentales o, al menos, occidentalizados, pero aprovechando, a la vez, costumbres y tradiciones indígenas, con lo que se disminuían los efectos destructivos del impacto de la civilización, más evolucionada sobre la autóctona.

La conducción de la Misión estaba en manos de dos religiosos: el Rector, encargado de todos los aspectos vinculados a la explotación del pueblo; y el Doctrinero, a cuyo cargo estaba la instrucción religiosa de los indios y todas las actividades litúrgicas. A la vera de estos dos religiosos, cuyo poder residía en el respeto que habían sabido granjearse, la docilidad de los indios y la situación de dependencia a que los reducía su menor cultura, se constituía el Cabildo indígena, con sus alcaldes y regidores, copia del español, pero dependiente del asesoramiento de los Padres, que desarrollaban, así, una forma interna de paternalismo sobre indios, propias de las concepciones de la época.

La planta de todos los pueblos era idéntica. En el centro una plaza, uno de cuyos lados cerraba la iglesia, su cementerio y la residencia de los Padres, en la cual -o a su lado- se encontraban la escuela, el taller y los almacenes donde se acopiaban lo frutos. Cerrando la plaza, se agrupaban las viviendas de los indios, en forma de largos cuerpos, de una sola planta, separados entre sí por calles. La construcción era buena: la iglesia y, a veces, la residencia, eran de piedra; el resto, de adobe, con galerías y techos de tejas.

Los Padres procuraron materializar toda la majestad del culto cristiano en la dignidad y belleza del templo, dándole dimensiones amplias y características arquitectónicas refinadas. Buenos maestros encontraron, en los indios, no menos buenos discípulos, generándose, así, en estos pueblos, un grupo de artesanos y artistas que dejaron, en los templos y en sus imágenes, un testimonio acabado de su capacidad.

Algunas iglesias alcanzaron tal majestuosidad -la de San Miguel tenía cinco naves y capacidad para tres mil personas- que, el Provincial, tuvo que dar orden que se moderaran las construcciones en el futuro. Desgraciadamente, la gran mayoría de estas obras de arte, han desaparecido o están en ruinas, en tanto que, la estupenda imaginería -española o indígena- con que contaban, se ha dispersado, en múltiples direcciones.

El régimen de vida de estos pueblos era muy peculiar y organizado hasta el detalle, dentro de un concepto comunitario. A cada familia, además de la casa, se le asignaba una porción de tierra para cultivar, cuya producción le pertenecía, aunque con ciertas restricciones. También tenía que trabajar en las tierras comunales.

Los frutos de las tierras comunales, se destinaban a pagar el tributo de los indios, al sostenimiento de la Misión y al socorro de los impedidos. El trabajo se iniciaba y terminaba dentro de ritos procesionales. Mientras tanto, los niños asistían a la escuela, donde aprendían a leer y escribir y, posteriormente, se les enseñaban oficios y artes.

Los Padres manejaban, usualmente, la lengua de los indios y, los más capaces de estos, aprendían el español. Los indígenas vivían, así, protegidos; no poseían prácticamente nada a título privado, pero no les faltaba nada tampoco.

El sistema se adecuaba bastante bien a sus hábitos tradicionales, pese a las críticas que se le ha hecho, y constituía, para los criterios de sociología general y religiosa existentes en aquellos tiempos, un experimento avanzado. El hecho que las misiones hayan entrado en decadencia, una vez expulsados los jesuitas, y que los indígenas se desbandaran, abandonando la vida en los poblados, no se debe intrínsecamente a que el sistema jesuítico los mantuviera o redujera a un estado de dependencia e infantilismo, sino, más bien, a que la experiencia no fue lo suficientemente prolongada, como para generar una sociedad india occidentalizada dentro de esas tónicas, por lo que no hubo herederos de los Padres entre los propios indios, y, además, por el tratamiento posterior a la expulsión, que fue tan impropio y desconsiderado, que arrebató, a los indígenas reducidos, el sentimiento de seguridad que anteriormente les inspiraba su estado.

La excelente organización administrativa de las misiones, su desarrollo y apreciable producción de frutos del país, hizo creer a muchos, por entonces, que eran una fuente de riqueza para la Compañía de Jesús. Se gestó, así, la leyenda de los tesoros ocultos de las misiones y se despertaron los celos y apetencias de más de un funcionario real y también de algún prelado.

Pero el primero y verdadero golpe, que sufrieron las misiones, provino del Tratado de Permuta, de 1750, y sus funestas consecuencias.

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