Colón en ruta hacia América
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El Padre Bartolomé de las Casas, en el tomo I de su "Historia de las Indias" transcribe las siguientes palabras, escritas por Cristóbal Colón(1):
“Yo navegué el año cuatrocientos setenta y siete en el mes de Febrero, ultra Tile, isla, cien leguas...”.
(1) Gran parte de este artículo fue extraído de la obra “500 Años de Historia Argentina”, con la dirección de Félix Luna // “Colón en ruta hacia América”, por Arturo Gutiérrez Carbó.
La isla Tile -o Tule- es indudablemente Islandia. Algunos se preguntan en qué dirección habrá sido esa navegación, prescindiendo de la claridad del término ultra: “más allá”, que inequívocamente señala al Oeste. Y henos aquí que cien leguas navegadas al Oeste de Islandia, pudieron poner a Colón frente a América en 1477.
Se ha discutido mucho la veracidad de esta afirmación. Para unos, ni siquiera la habría escrito Colón, sino que sería una interpolación, un agregado, tal vez, del mismo Las Casas. Para otros, es posible que el futuro Almirante escribiera tal cosa, pero no le dan mayor crédito, en razón que don Cristóbal era un ilustre macaneador, con una fuerte admiración por sí mismo.
Durante mucho tiempo, la gran masa de historiadores consideró falsa la afirmación, con la única excepción de la escuela historiográfica noruega, que siempre sostuvo la realidad de tal viaje colombino, en razón que eso les permite conectar, la empresa del Descubrimiento, con su propia historia vikinga, de donde Colón habría recogido los datos necesarios.
Las razones principales, de los negadores, se sustentan en que Colón aporta datos geográficos que no corresponden a Islandia, por ejemplo, ubicándola con un error de diez grados, hablando de mareas que allí no se producen y diciendo que la visitó en febrero, vale decir en pleno invierno, época en que la isla era prácticamente inaccesible.
Empero, en los últimos decenios se ha ido desarrollando una autocrítica historiográfica que intenta revalorizar el dato. Uno de los impulsos más grandes, en tal sentido, lo representó la “conversión” del notable historiador norteamericano Samuel Elliot Morrison, estudioso de enorme prestigio internacional que, tras negarlo durante mucho tiempo, al cabo de largas meditaciones no tuvo reparos en señalar, con honradez, que se consideraba equivocado, pues un estudio a fondo de los elementos, lo había convencido de la certeza del viaje colombino a Islandia en 1477.
Entre nosotros, un cálido defensor de esa etapa de la vida de Colón es Enrique de Gandía que reproduce, a su vez, el descubrimiento de un perito escandinavo, Finn Magnussen, que ha demostrado, cabalmente, que el invierno de 1477 fue excepcionalmente benigno en Islandia, sin nieves ni hielos, lo que permitió, a cualquier nave, abordar sus playas.
De modo que, en el momento presente, podemos admitir, con bastante seguridad, la presencia de Cristóbal Colon en Reijkavik, al tiempo de la expedición luso-danesa.
- ¿Estuvo Colón en América antes de 1492?
La biografía del gran Almirante está plagada de dudas y controversias. Una de ellas gira a si estuvo en América antes de 1492; y hay otras, como aquella que considera que, Cristóbal Colòn era judío. Comencemos por esta última:
La destrucción de la comunidad judía española fue el episodio más trascendente de la historia judía, desde mediados del siglo II d. C. En España habían residido judíos, desde los tiempos clásicos tempranos, quizás incluso desde la época de Salomón, y la comunidad había adquirido características muy particulares.
En la Alta Edad Media, los judíos dispersos tendieron a dividirse en dos grupos principales: los que estaban relacionados con las academias babilonias y los que mantenían vínculos con Palestina. Había dos comunidades de este tipo, cada una con su sinagoga, en la Fustat de Maimónides (y una tercera sinagoga para los caraítas). Sin embargo, a partir del siglo XIV es más preciso hablar de judíos españoles o sefardíes -el término es una corrupción de un antiguo nombre de España- y asquenazíes o judíos alemanes, cuyo centro de influencia estaba en Renania(2).
(2) El lector hallará diferenciaciones en H. J. Zimmels. “Askenazim and Sephardim” (1958), Nueva York. // Citado por Paul Johnson. “La Historia de los Judíos”, primera edición en Junio de 2010.
Los sefardíes crearon su propio idioma judeo-español, el ladino, antaño escrito con letras cursivas rabínicas, en contraposición a la cursiva hebrea moderna (originalmente asquenazí). Eran personas cultas, de letras, ricas, inmensamente orgullosas de su estirpe, mundanas, a menudo amantes del placer y no demasiado rigurosas, que se atenían a la codificación liberal de Yosef Caro.
Eran una cabeza de puente del mundo latino en la cultura árabe, y viceversa, así como vehículos de la ciencia y la filosofía clásicas. Los sefardíes fueron artesanos brillantes en metales y piedras preciosos, matemáticos, fabricantes de instrumentos de precisión, dibujantes de mapas exactos y creadores de tablas de navegación. Esta comunidad, numerosa e inteligente, se dispersó por todo el Mediterráneo y el mundo musulmán y, desde Portugal, en una segunda diáspora sefardí, pasó a Francia y el noroeste de Europa.
Muchos abrazaron el cristianismo y dejaron su huella. Por ejemplo, Cristóbal Colón fue legalmente genovés, pero no escribía italiano, y es posible que proviniese de una familia española de origen judío(3). El apellido Colón era usual entre los judíos que vivían en Italia. Colón se enorgullecía de sus vínculos con el rey David, le gustaba la sociedad judía y marrana, estaba influido por las supersticiones judías y sus protectores, en la Corte aragonesa, eran, sobre todo, cristianos nuevos.
(3) “El lo ocultó (que era judío) por los Reyes Católicos y porque sabía que se venía la Inquisición (Torquemada). Apuró su partida (3 de Agosto) y a los pocos días se sancionó el Edicto de la Inquisición. Partió con gran cantidad de presidiarios”, referencia brindada por el CP Alberto Levy.
Usaba las tablas confeccionadas por Abraham Zacuto y los instrumentos perfeccionados por José Vecinho. Incluso su intérprete, Luis de Torres, era judío, aunque se había bautizado poco antes de embarcar para América. De modo que, los judíos, después de perder España en el Viejo Mundo, ayudaron a recrearla en el Nuevo(4).
(4) M. Kaiserling, “Christopher Columbus and the Participation of the Jews in the Portuguese and Spanish Discoveries” (1907), Londres; Cecil Roth. “Who was Columbus?”, en “Personalities and Events in Jewish History”, pp. 192 y ss. // Todo citado por Paul Johnson. “La Historia de los Judíos”, primera edición en Junio de 2010.
Vayamos ahora a la segunda cuestión. ¿Estuvo en América antes de 1492? Antiguamente, se señalaba que Colón pudo conocer las expediciones europeas allende Islandia y la presencia de tierras hacia el Oeste, por haber residido en Inglaterra -donde algo de eso se sabía-, o, por su amistad con los exploradores portugueses Gaspar y Miguel Corte Real (que luego se perdieron, buscando un Paso por el Noroeste, en 1500).
Pero si Colón estuvo en Islandia, en 1477, pudo conocer en persona al padre de estos marinos, Joao Vaz Corte Real, participante de la expedición luso-danesa de Pyning y Poythorst. Y ya que estamos en esto, vamos a hacernos una pregunta más. ¿Por qué no pudo formar parte, el mismo Colón, de esa expedición?
Eso justamente es lo que afirma el historiador peruano Luis Ulloa, que trae a cuento una identificación estremecedora. ¿No se habla, por la misma época e idéntico año, de un misterioso Juan de Kolno en lslandia? ¿No acepta, el historiador Larsen, la realidad histórica del individuo, considerándolo uno de los pilotos de la expedición? Pues bien, señala Ulloa: Kolno es, ni más ni menos, que el propio Colón.
Vayamos por partes: en aquellos tiempos los apellidos -frecuentemente impronunciables fuera del medio lingüístico propio-, se adaptaban, se “traducían” de manera accesible. Todavía hoy seguimos llamando Lutero al alemán Luther y, en Argentina, en el siglo XIX, los ingleses Queenfalth debieron traducirse al español y llamarse Reinafé, para entenderse con los vecinos.
El mismo Colón adoptó esta forma españolizada de su apellido Colombo. Pues bien, si tuvo que traducirse del italiano al español, donde no hay mayores problemas lingüísticos, ¿cómo debieron pronunciar su nombre los islandeses de lengua escandinava? Para Ulloa es transparente la presencia de Colón bajo la forma nórdica de Kolno.
El problema está en el nombre: ¿por qué lo llamaron Juan, si era Cristóbal? Ulloa aduce que Colón jamás se llamó a sí mismo Cristóbal, sino Xristo Ferens, retomando la raíz etimológica que significa “el que lleva a Cristo”.
Desde ya, si Colón era difícil para los islandeses, Xristo Ferens debió ser completamente imposible. Por ello, y como “el que lleva a Cristo” es un apelativo que puede corresponder a Juan Bautista, sigue Ulloa, pues de allí viene lo de Juan Kolno.
Se non e vero e molto ben trovato...
Ulloa señala una serie de detalles, en la empresa colombina, que demostrarían que, el Almirante, sabía perfectamente qué había al otro lado del océano. En primer lugar, la absoluta y terminante certeza que demostraba en todas sus presentaciones a monarcas y gobiernos. No ofrecía expedición para ver qué salía de ello, sino para ir en busca de algo que él sabía dónde se encontraba.
Hablaba de certezas, no de posibilidades. Tradicionalmente, esa actitud de Colón se interpreta como propia de un iluminado, un espíritu místico en perpetuo trance. Nada de eso, dice Ulloa: nadie más práctico y concreto que Colón -no en balde era genovés-, como lo demostró con la exhorbitante cantidad de premios, títulos y prebendas que exigió en cambio.
También, el autor peruano enarbola un documento, a su entender terminante: la capitulación firmada entre Colón y los Reyes Católicos, el 17 de Abril de 1492 dice textualmente:
“... en alguna satisfacción de lo que HA DESCUBIERTO en las mares océanas...”.
Misterioso parrafito, hasta ahora inexplicable, y que Ulloa presenta como carta de triunfo. Los que discuten la interpretación, dicen que la capitulación se firmó después del primer viaje, antedatándola, lo que parece aún más endeble que la tesis del peruano.
Ahora bien, Colón salió de Palos y no se dirigió a Groenlandia, sino al Oeste. Aceptando que Colón y Kolno sean una misma persona, debe admitirse que don Cristóbal no se limitó a las viejas Markland y Vinland, sino que conoció más cosas, que la actual costa norteamericana. Es lo que asegura Ulloa.
Para él, la nave de Kolno -o Colón-, tras zarpar de Islandia, recorrió el Labrador, Terranova, Nueva Escocia, Estados Unidos hasta la península de La Florida, y aún Cuba y Santo Domingo. Ulloa se basa en la ruta del Almirante, que sale de España, pareciendo dirigirse rectamente a destino, como si ya hubiera hecho el camino, y cita el testamento de Colón, donde pide se lo entierre en esa isla “que Dios me dio milagrosamente”. Para Ulloa, lo de “milagrosamente” no se puede referir al viaje de 1492.
Naturalmente, la teoría ha levantado un formidable mar de fondo, con feroces polémicas que, según Enrique de Gandía, han derivado en furibundas enemistades personales, como suele ocurrir entre plácidos y correctos estudiosos.
También está la leyenda del piloto desconocido, hasta ahora enarbolada especialmente por los que quieren desmerecer la empresa colombina. Dice la leyenda, referida por viejos autores, que hacia el año 1483 una nave española alcanzó la isla de Santo Domingo accidentalmente.
En el trágico viaje de regreso fueron muriendo todos, hasta quedar, como único sobreviviente, el piloto, al que, si bien se ignora quién fue, algunos dan nombre y apellido: Alonso Sánchez de Huelva. Este habría entablado amistosa relación con Colón y, antes de morir, le habría entregado su secreto, adjuntándole un mapa.
Para Ulloa, el piloto desconocido no es otro que el propio Cristóbal Colón, al que la leyenda posterior habría desdoblado en otro personaje. Y trae a colación al Padre Las Casas, que refiere que, a su llegada a Cuba, recogió, de boca de muchos indios, el recuerdo que no muchos años antes habían llegado a esa isla hombres como ellos, los españoles.
La tesis de Ulloa ha encontrado un aval nada desdeñable en el descubrimiento de textos antiguos, debidos a cronistas como Gonzalo Giménez de Quesada y Juan de Castellanos, que, precisamente, dicen lo mismo: que el misterioso piloto desconocido no es otro que Cristóbal Colón, que habría estado en América, por lo menos, un decenio antes del descubrimiento oficial.
El segundo autor citado dice que, en el viaje de 1492, cuando los marinos intentaron sublevarse, los tranquilizó, afirmando, expresamente, que ya había hecho previamente ese camino. Los negadores de la tesis desvalorizan el testimonio de los cronistas, alegando que son muy posteriores al Descubrimiento lo cual, por cierto, no es una prueba en contra.
Finalmente, Ulloa señala que, en el mapa de Juan de la Cosa, confeccionado en 1500, aparece, perfectamente perfilada, la costa de La Florida, que recién fue descubierta años después. Para Ulloa, Juan de la Cosa -que fue piloto de Colón- recibió el dato directamente del Almirante. Los negadores prefieren referir el dato a navegantes desconocidos, con lo cual, en vez de resolver el problema, lo oscurecen más, al introducir gente anónima que habría que empezar por saber quiénes fueron.
Asi están las cosas por el momento. A Ulloa -cuya tesis, en general, es rechazada-, le sobran datos sugestivos, pero le faltan pruebas. En cuanto a sus oponentes, tampoco han podido impugnarlo cumplidamente, por la misma falta de pruebas. Hay un verdadero empate de posiciones, que sólo nuevos conocimientos pueden dilucidar. Es posible que Ulloa exagere en algunos puntos y que difícilmente haya tenido lugar el largo periplo del Almirante por costas norteamericanas y antillanas que le atribuye.
Pero ha servido para reavivar una suposición que bien puede demostrarse, el día de mañana, valedera y cierta: que el Muy Magnífico Almirante de la Mar Océana, lejos de ser un divagador afortunado, un vigaroso iluminado al que la suerte llevó de la mano, fue en verdad un marino científico que habría conocido América antes de 1492.
- En camino hacia el Descubrimiento
En el primer siglo de nuestra era, el célebre filósofo y escritor hispánico Lucio Anneo Séneca, plantea un enigma, aún no totalmente resuelto: en una de sus obras de teatro hace exclamar a uno de sus personajes:
- Siglos vendrán en que el Océano romperá sus cadenas ... y descubrirá una inmensa tierra. ¡Un nuevo Mundo!
¿Qué habrá inducido, a Séneca, a hacer semejante afirmación?¿Fue sólo una casual licencia poética? ¿Ciencia ficción de aquel entonces? ¿Genial intuición? ¿Noticia de visión entrevista y entresoñada por algún sobreviviente de navegación imposible de repetir? Revuelo de preguntas que, a 1.900 años de esa frase, no podemos contestar.
Otras personalidades hispanas enriquecen la cultura latina: escritores, el geógrafo Pomponio Mela, emperadores como Trajano, Adriano, Marco Aurelio, Teodosio, etc. Pero recién alrededor del año 400 se vuelve a señalar nuestro rumbo: Pablo Orosio, sabio asesor de san Agustín, afirma se puede llegar de un puerto hispano, por el océano, al Asia, siguiendo la ruta del sol.
Más, no es tiempo de avances para la civilización. El envejecido orden romano se resquebraja y no resiste ya la presión de la joven y bárbara sangre germana. El mismo Orosio deja su tierra hispana que queda, con todo Occidente, incluida Roma, bajo sangre, fuego y ruinas.
La invasión árabe irrumpe en el 711 en la Península Ibérica y el sur de Francia, se expande por Oriente hasta China y construye la más universal de las civilizaciones hasta ese momento. En el 722, los cristianos refugiados en las montañas asturianas, han obtenido su primera victoria, y eligen sus reyes. Y, ya, en el año 1020, los marinos hispanos tienen fuero de nobleza, libertades y procedimientos.
Pero en esos momentos es Córdoba, bajo los árabes, centro de poder, riqueza y saber. Sus matemáticos y astrónomos se aplican a la náutica y perfeccionan instrumentos como el astrolabio -que rescatan de los antiguos griegos- y la brújula, que toman de los chinos.
En 1085, los cristianos liberan Toledo, donde su arzobispo, Raimundo, funda la famosa “Escuela de Traductores”, en la que reúne, con tolerancia y generosidad, sabios cristianos, árabes y judíos, que traducen primero, y perfeccionan después, obras árabes, que aprovecha toda Europa.
San Fernando, rey de Castilla, aliado con los de Aragón y Portugal, deja reconquistada, para 1260, el 90 % de la superficie que hoy ocupa España y toda la de Portugal. Su hijo, Alfonso X, "el Sabio", fomenta el saber a nivel universitario y lo sistematiza en sus “Partidas”, que contienen elementos náuticos, sobre todo de instrumental y procedimientos técnicos, en uso hasta tres siglos después.
Mejoró los fueros de trabajadores del mar y del hierro, dispuso el control estatal de los puertos de mar, repoblando algunos, como Cádiz; acrecentó otros entre los vascos; fomentó la industria pesquera, la ballenera y el comercio con puertos del Canal de La Mancha, Flandes y Dinamarca, en actividad naval que hace posible la reunión de 104 naves para el sitio de Algeciras.
En 1326 se funda la “Hermandad de la Marina de Castilla y Vitoria”. Ya en 1257 habían constituido asociación gremial también los marinos de Barcelona, que recuperan las islas Baleares y aportan, a la náutica, las novedosas cartas de navegación, llamadas “portulanos”, mientras Raimundo Lull multiplica sus escuelas “lutianas” por Europa.
La sublevación del pueblo de Sicilia, contra los franceses, llama a esa isla a los aragoneses que, desde allí, envían, luego, 36 naves, con 8.000 catalanes, en auxilio de Constantinopla, amenazada ya por los turcos. Y, en competencia con los genoveses, desde Barcelona, tantean la salida al Atlántico, llegando a las Canarias, en 1342 y, enseguida, a 1a costa africana del Senegal.
En 1371, la Armada castellana vence a la inglesa frente a La Rochella y, dominando el Canal de La Mancha asegura el comercio con Flandes, donde los navieros del Golfo de Vizcaya establecen Bolsa de Comercio. En 1370, la Imagen de la Virgen de los Buenos Aires, calmando una tormenta, se instala en Cerdeña, en el monasterio fundado por el beato Carlos Catalán. Desde allí se extiende su devoción por la marinería del Mediterráneo, hasta Sevilla, de la que vendrá en la rosa de los vientos o de bitácora de Cristóbal Cotón, de Juan Díaz de Solís, de García, de Caboto, hacia nosotros.
Los conquistadores de las Islas Canarias juran vasallaje al rey de Castilla, Juan II, en 1412, el cual defiende, este dominio, contra los portugueses, en 1424, y autoriza, a los marinos sevillanos, en 1452, a llevar las armas que quisieran para defenderse. Incluso, extiende los derechos de su nación sobre Guinea, “que es de nuestra conquista”, advierte al rey portugués, en 1454.
Mientras la Hansa, poderosa Liga que reúne más de cien ciudades germánicas, encarga, en 1470, en los astilleros del norte de España, una flota entera, para sus actividades en el Mar del Norte y Báltico, en el sur, el rey de Granada se obliga a pagar tributo al de Castilla y éste reconquista el difícil enclave moro de Gibraltar y autoriza la creación del Colegio de Pilotos de Cádiz, en 1465.
Barcelona, sin perder su hegemonía en el Mediterráneo Occidental, acentuada con la conquista aragonesa de Nápoles, en 1443, a costa de los franceses, sufre, con Génova y Venecia, las consecuencias del creciente poder turco sobre el Cercano Oriente. Su puerto registra -hasta 1435- gran movimiento, pero, veinte años después, se ha reducido a la quinta parte.
No obstante, el “Libro del Consulado del Mar de Barcelona” mantiene información periódica del quehacer y novedades náuticas en todos los niveles, incluso el científico, al que enriquece Granollach, con su “Lunario y repertorio del tiempo”, válido hasta 1550; y el sabio matemático Abraham Zacuto, con su “Almanach Perpetuo”, básico para la determinación de las latitudes.
Cuando en 1469 casan Don Fernando y Doña Isabel -herederos de Aragón y Castilla, respectivamente-, se dá un primer paso para la reunión de dos naciones veteranas y victoriosas en el mar. Isabel y Fernando pasan a la ofensiva naval cuando, en 1475, afirman: “los Reyes de España tuvieron siempre la conquista de Guinea y Africa” y apoyan las naves como las de Valera y las de Coriedes, que parten, con ese objetivo, desde Andalucía.
En 1478 envían otra Escuadra con tropas, a las Canarias, al mando de Rejón, para asegurarlas contra los portugueses y, al año siguiente, alistan veinte carabelas, que presionan al rey de Portugal, con quien Fernando negocia un Tratado de Paz, que firman en Alcazobas.
En septiembre, Isabel ratifica ese Tratado, en Toledo, reconociendo la soberanía portuguesa sobre la costa africana y su vecindad, desde el Cabo Bojador al sur, a la vez que el rey portugués reconoce la soberanía de Castilla sobre todas las Islas Canarias, y, a Isabel, como su reina legítima. Como precisamente ese año de 1479, Fernando ciñe la Corona de Aragón, podemos empezar a hablar de España unificada.
En 1481, Castilla reúne cincuenta naves, que lanza contra los turcos que han invadido Italia, destruyendo la Ciudad de Otranto. Al año siguiente, los granadinos inician la guerra e Isabel ordena otra poderosa Escuadra, con objeto de impedir socorros de Africa a Granada, misión que se cumple hasta el final.
Al mismo tiempo, retomando la tradicional política de Alfonso, "el Sabio", los Reyes Católicos fundan Puerto Real, en la bahía de Cádiz, para vivienda de los marinos y fondeadero de sus barcos. Ese mismo año, las fuerzas castellanas terminan la conquista de la Gran Canaria.
Junto a la Marina Real, que los Reyes Católicos fortifican, se encuentran las empresas de los Duques de Medina Sidonia y de Medinacelli, Condes de Haro y de Andrade, los Herrera, los Silva, los Fernández de Lugo, los Cabeza de Vaca. Y, esas otras empresas, menos imponentes, pero no menos efectivas, como veremos, que tienen por jurado de reputación el vecindario y a la familia como unidad de afecto y trabajo. Los Pinzón y los Niño, son claros exponentes de ese tipo de empresas, que hacen la trama del tejido nacional.
Los Pinzón y los Niño; amplias casonas, sin nobleza de escudos, pero sí de alma y de trabajo. Pisos limpios, enladrillados o embaldosados, galerías y habitaciones de paredes blancas y techos de vigas gruesas. Moblaje simple, de maderas claras o pintadas de verde, y almohadones multicolores. Macetas, flores y enredaderas. Imágenes santas en pinturas, tallas o azulejos.
Ahí está Martín Alonso Pinzón algunas veces, todas las que le permiten sus viajes, rodeado de los suyos: sus cinco hijos, su esposa, sus hermanos Francisco y Vicente Yáñez, también marinos, como sus sobrinos Diego de Lepe y Diego Pinzón. Conocen el Mediterráneo, el Atlántico, al norte y al sur, pero les queda el oeste, y a Martín Alonso lo atrae, lo tienta. Tiene mucha experiencia para aplicarla a tantear ese Oeste, y la buena posición lograda con su trabajo, no le basta a su innata inquietud de explorador.
La casona de los Niño tendrá más o menos habitaciones y patios, estará sobre la ribera del río más arriba, pero tiene el mismo corazón. Don Juan Niño está más cerca del patriarcado por su modo que por sus años, sobre todo junto a su inquieto hermano Peralonso. Los otros son demasiado jóvenes aún, pero también embarcarán en la empresa, como que ya saben de trabajo marino.
Los Quintero: uno, Cristóbal, poca experiencia náutica, mucho dinero por su mujer, de la rica familia de los Pinto, que le facilita barcos para trabajar, como es "La Pinta"; el otro, Juan, tiene más experiencia que dinero. Y los De la Cosa, padre e hijo, o tío y sobrino, ambos oriundos de Santoña, provincia de Santander, avecindados en Santa María, cercano puerto andaluz, del que es feudal, Medinacelli.
Como en ese otro hogar, similar al de los Pinzón en origen, entre tantos millones desparramados por el mundo, en el que todo indica que Doménico Colombo, maestro textil, y su esposa, Susana Fontanarossa, tuvieron, en 1451, su tercer hijo, al que bautizaron Cristóbal. Y, con esto, bien se puede decir que esos padres dieron el primer paso hacia el Descubrimiento de América. Porque, realmente, el nombre de Cristóbal, en Colón, parece señalar, desde el vamos, una misión.
Lo que nosotros hemos querido desarrollar, muy brevemente, es lo que podríamos llamar la ciencia y potencia hispanas en ruta hacia América. Es decir, el proceso cultural centrándolo en lo náutico, que hace, de España, el ambiente propicio, el organismo eficaz, concretador, de nuestro Descubrimiento.
En 1.400 años, que van de Séneca a Colón, la tenaz capacidad de recuperación, tanto como la rápida asimilación cultural, la iniciativa creadora y la autolimitacion y autocrítica cristianas, hacen, del pueblo hispánico, el almácigo alistado por la Providencia Divina para el genial trasplante. Y el nombre de Cristóbal, para el hijo de una ciudad eminentemente marinera, que sufre en el momento, como toda la Cristiandad y, en especial, la asentada sobre el Mediterráneo, la presión estranguladora del poder turco, en avasalladora creciente (en sus manos cae Constantinopla, en 1453, dos años después del nacimiento de Cristóbal Colón), es sobrado motivo para sentirse llamado a una misión a la que él contribuye con tenaz ejercicio práctico, observación de hechos y acumulación de teoría.
No sabemos cuándo comenzó a soñar; si a la edad de todos o después. Pero sí sabemos que continuó soñando mucho más que todos y que doblegó a las petulancias de la ciencia con la voluntad poderosa de su ensueño. Quebró, la rigidez científica, con su formidable corazonada. Y lo hizo científicamente: con observaciones, deducciones, analogías; con razones y con la iniciación, la puesta en marcha, de la comprobación final de la hipótesis de Orosio.
Cristóbal alternaría, sus primeros embarques, con trabajos de telar y la venta de vinos y quesos de su padre. El comercio costero y las barcas pesqueras, le dieron las primeras oportunidades y escapadas, casi niño aún. El se dice protagonista importante en hechos marinos que ocurrieron por 1470.
Viaja a Chíos, isla que era posesión genovesa, en el archipiélago griego, quizá como marinero, en las expediciones que, la Casa Centurión, envía, en 1474 y 1475; de allí son sus primeras impresiones sobre las maravillas del Lejano Oriente, y del poder turco. En 1476 navega enrolado en expedición genovesa a los mares del norte pero, atacada por Escuadra enemiga, hunden su barco y se salva a nado, llegando a la costa portuguesa, donde lo tratan con bondad.
Va a Lisboa y lo recibe la colonia genovesa. Vuelve a embarcar hacia Islandia e Irlanda, y, frente a sus costas, anota una experiencia significativa:
“Los hombres de Cathay (China), han llegado...” dice, “aca ... vimos un hombre y una mujer de aspecto extraordinario, en botes, a la deriva”.
Hoy sabemos el origen mogoloide de los indígenas americanos, llegados miles de años, antes de Cristo, a nuestras tierras; era, pues, acierto de buen observador, reconocer sus rasgos como orientales y relacionar este episodio con las experiencias y noticias de la Isla de Chíos, para comenzar a enhebrar la hipótesis de trabajo de su vida.
En la primavera de 1477 está de vuelta en Lisboa. Quizá ya encuentra allí a su hermano Bartolomé, abriéndose paso como dibujante de mapas y cartas náuticas. Cristóbal también jerarquiza su actividad marinera con la cartografía. Portugal, corazón y cerebro de la vanguardia náutica del momento, pone a su alcance todo lo que necesita para perfeccionar su idea-fuerza. Allí aprende a leer y a escribir directamente en castellano, idioma de ostentación (de moda, diríamos hoy) en los núcleos educados de entonces.
En 1478, la misma Casa Centurión lo envía, con mejor rango, a la isla de Madeira, y es probable que, al año siguiente, se case ya con Felipa Moniz Perestrello, hija de un noble italiano, al servicio del rey de Portugal. Este matrimonio lo acerca a círculos de influencia, empezando por la papelería de su suegro, Perestrello, que le regala su viuda.
Los recién casados van enseguida a la isla de Porto Santo, de la que había sido gobernador el suegro y ahora lo era el cuñado de Cristóbal. Parecería que Colón quisiera comprobar, por sí mismo, observaciones quizá registradas en los papeles de Perestrello. Y, cada vez más alentado e iluminado en su objetivo, dilata su estadía en la vecina isla de Madeira, donde nace su hijo, Diego, en 1480.
Para un oscuro aprendiz de tejedor de lana, en ciudad que sufría el ahogo de la presión del poder turco, llegar a comerciante marino, vinculado a familia próxima a los círculos directivos de una nación de luminoso presente y mejor futuro a la vista, parece carrera más que suficiente. Tenía motivos para aquietarse, al menos para medirse ya: su hijo tenía sangre noble; su rey, el de Portugal, concedía continuamente islas a los que las descubrieran. Más fácil le hubiera sido gestionar una de esas concesiones, que el proyecto revolucionario que incubaba.
Pero Cristóbal ya estaba poseído por su propio destino. Era ya inseparable de su objetivo. El que él mismo aceptó y se forjó: romper el esquema en el que el poder turco se ha hecho imbatible y aún crece; vencer la Media Luna con la Cruz, con habilidad, como David, y aún menos violencia; rodear la base de poder del enemigo gigantesco, tomando el rumbo contrario, el del sol poniente; cruzar, ese breve Mar Océano, hasta llegar al Asia, a espaldas del temido hereje, para terminar, con sus cuantiosos recursos, devolviendo, a la Cristiandad, el Santo Sepulcro.
Porque Asia estaba allí no más, al alcance de la mano. ¡Vean las habas que trae el mar a las costas isleñas de Madeira, las Canarias, las Azores! Son distintas y más grandes que todas las conocidas. ¡Vean las cañas que amontona el cuñado de Cristóbal en su isla! Son más fuertes y grandes que las africanas y que las de azúcar. Vean los trozos de madera livianísima, de árboles desconocidos, que flotan con más parte arriba del agua que abajo, como balsas. ¿De dónde pueden llegar arrastradas por el mar, sino de Asia?
Hoy lo sabemos: todas esas cosas, oriundas de nuestra América, siguen llegando a esas islas, arrastradas por el viento y el mar y su corriente del Golfo. Pero, por entonces, sólo de Asia podía llegar el madero que Cristóbal sabe que recogió un piloto portugués del mar frente a las Azores: un madero tallado de manera notable y no con herramienta de hierro. ¿Y de dónde podían venir esos cadáveres que recogieron en las Azores también, con rasgos orientales, sino de Oriente?
Y, en efecto, hoy nuestras modernas Antropología, Arqueología y Geología nos confirman que, esos rasgos orientales, procedían de Oriente, sólo que habían llegado a nuestra América en los rostros de tribus cazadoras, por el entonces helado Estrecho de Behring, desparramándose sobre nuestro continente, hace unos 40.000 años.
Nadie sabía entonces de este gigantesco mundo extendido, de polo a polo, entre los dos extremos. Salvo alguien, quizá, antes que Séneca, cuya misteriosa sentencia aparecía y reaparecía, insistente, ineludible, en la imaginación de Cristóbal. Pero se hablaba de islas. Se iban concretando algunas, pero se seguían fabricando miles ... que, salvo las hoy ubicadas en el Atlántico, no tenían más realidad que las juguetonas combinaciones de brumas y nubes que pueden engañar todavía a marinos de cierta experiencia.
Los mapas estuvieron salpicados, de este tipo de islas, hasta fines del siglo XIX, y
“el último de estos fantasmas, no fue retirado de las cartas (de navegación) del Almirantazgo inglés hasta 1873”.
Si almirantes victorianos, con tantos más instrumentos y precisiones como les dio el progreso, aún estaban sometidos a tamaños errores, ¡cómo no los vamos a comprender en aquéllos que estaban aprendiendo a navegar por el Atlántico! Aprendiendo ellos y enseñando a los posteriores, abriendo rutas a la Humanidad, 300 años antes.
Asia estaba pues allí nomás, y era razonable pensarlo: había una serie de evidencias concretas, empíricas. Pero Cristóbal no se conformó. Buscó la razón científica, la fundamentación y explicación teórica. Ahora sabía leer: de 1481 es el primer escrito que se le conoce. Está en castellano aportuguesado, como todos los posteriores, incluso las cartas a sus compatriotas genoveses. Entonces se escribe con el físico Paolo del Pozzo Toscanelli, y el sabio avala las deducciones del empírico Cristóbal.
Ese mismo año, parte hacia la Costa de Oro africana una expedición portuguesa. Buena oportunidad para confirmar, por sí mismo, la posibilidad de habitar la zona ecuatorial, practicar navegación con las estrellas y el sol, conocer las necesidades que se plantean en navegaciones largas, aprender nuevos tipos de velamen y aparejos, su gobierno y maniobra; pero, sobre todo, traer la convicción, de que los sabios clásicos no habían agotado el conocimiento humano.
Que junto a los geniales aciertos que les daban autoridad bien ganada, habían sostenido también errores gruesos. Los portugueses ya habían destruido el mito del mar hirviente; la zona ecuatorial no era nada más que calurosa. “Con fe en Dios y en una prudente técnica”, se podían romper aún otras “cadenas del Mar Océano”.
No importa que el rey de Portugal no apoye su proyecto, ni que su Junta de científicos lo rechace. Muerta su esposa, en 1485, va a presentar su plan a los reyes de Castilla, pujante por tierra y por mar, aunque no tenga aún tan organizado -como Portugal-, el nivel científico en lo náutico. Quizá esto sea una ventaja.
En 1487, los hispanos recuperan Málaga, tras cruenta lucha. Allí va Cristóbal, tras la Corte, dialogando y argumentando con los especialistas de la Junta. Para estos, el proyecto tiene que estar muy bien fundado, para que justifique los roces que provocaría, con Portugal. Cristóbal dialoga y argumenta, lee, devora, anota y comenta los libros y autores que refuerzan sus convicciones.
Gana apoyos: al Duque de Medinacelli se suma el comendador Cárdenas, austero e influyente patriota; el cardenal Mendoza, Arzobispo de Toledo, del que dicen es “el tercer rey de España”, y que, puesto a favor del proyecto, tarde o temprano lo hará realidad; pero, sobre todo, el dominico, fray Diego de Deza, sabio integrante de la Junta, que se convierte en su tenaz defensor.
¿Y de dónde tantas vinculaciones este extranjero casi desconocido? Cierto que había tenido alguna posición en Lisboa, pero modesta, para el auditorio que estaba logrando en Castilla. Y todo esto lo debía tener ya comprobado el rey, por su sistema de información. Lo cierto es que, este Cristóbal, había llegado a la costa andaluza con lo puesto y un hijo. Le había abierto la puerta la hospitalidad franciscana del Convento de La Rábida, fray Juan Pérez. Allí mismo, lo había oído el Padre Marchena, sabedor de astronomía y cosmografía, tanto como para entender el proyecto y considerarlo viable.
Entonces empiezan las cartitas: al Duque de Medina Sidonia, poderoso empresario y naviero, más rico que los reyes. Este es el primero de los grandes que recibe a Cristóbal Colón, y le dá albergue por mucho tiempo, recomendándolo a los reyes. Pero tomemos referencias del conocimiento de la época: la redondez de la Tierra era cosa sabida de antiguo: San Isidoro de Sevilla, San Alberto Magno, Rogerio Bacon, lo aceptaban sin dudas.
Para algunos era difícil pensar cómo se sostenían “los del otro lado, cabeza abajo”, pero el problema era la medida de la Tierra y sus consecuencias: la distancia entre España y Asia y la duración probable del viaje por el océano. Entonces, se conocían los cálculos hechos por: Aristóteles, 400.000 estadios; Dicearco, 300.000; Erastóstenes, 252 mil (hoy lo sabemos, notablemente próximo a la realidad); y Posidonio, 180.000 estadios.
El problema aumenta porque cada uno de estos sabios helénicos expresa su medición en estadio de su ciudad, y, cada ciudad, daba a su estadio la extensión que podía; cada una lo agrandaba a veces y lo acortaba otras. Como de estas medidas de la circunferencia de la Tierra, se desprende el largo del grado geográfico, resultaban grados de más o de menos millas.
Y, en efecto, Colón supone al grado con menos millas de las que realmente tiene, es decir, más corto. Y, sobre esto, Marco Polo viene a asegurar que el extremo de Asia estaba 30º más acá de lo que está; y Toscanelli se muestra de acuerdo. De la superposición de todos estos cálculos y teorías, resulta que Cristóbal Colón y Toscanelli suponen la distancia España-Asia del orden de las 2.500 a 3.000 millas náuticas, y, la realidad es del orden de las 10.000.
Talavera tenía razones científicas para fundar el fallo de su Junta en contra del proyecto. Pero Colón también para sostenerlo: a la afirmación de la estrechez del océano, que hacían casi todos estos sabios, se sumaban, en igual sentido, el cardenal D’Aylly, en su Imago Mundi; el Papa Pío II, en su Historia; Marco Polo, en su Libro; Plinio, en su Historia; obras que Colón llena de anotaciones marginales; 2.000, dice Murales Padrón y, junto a esto, las observaciones directas, o por terceros, en las avanzadas oceánicas del progreso náutico.
Madeira, las Azores: ni las habas de mar, ni las maderas, ni los rostros de rasgos orientales podían venir de 10.000 millas por el mar. También tenía razón.
A mediados de 1488, Colón desaparece de las listas de subsidiarios de la Corona. No sabemos si, ya entonces, fue el fallo desfavorable de la Junta, o marchó a Portugal por invitación de su rey, o se retira desalentado. Su hermano Bartolomé, por entonces, viaja a Londres, donde gestiona, inútilmente, audiencias, y pasa luego a París, donde, por lo menos, obtiene el favor de un príncipe, para el que actúa como cartógrafo.
En 1489, los castellanos recuperan Baza y, tras ella, Almería. Granada queda, por fin, encerrada, sin costas. Pero aún resiste. Cristóbal Colón reaparece en la Corte, pero aún debe esperar. ¿Esperar para qué?
En el Otoño de 1491, la Junta dá el fallo definitivo: los reyes no deben apoyar ese proyecto descabellado. Con otoño en el alma, Cristóbal emprende el camino de vuelta a La Rábida, a buscar a su hijo Diego, mientras, en torno a Granada, se mueven y acumulan 50.000 infantes, 10.000 hombres de a caballo, miles de carros de abastecimiento, cientos y cientos de cañones, en número no visto hasta entonces, en calmo y medido alarde de poder, que contrasta con lo poco que desea este hombre: dos o tres barcos, no de los más grandes, tripulantes y pertrechos.
Pero este hombre se aleja, rechazado, en sentido contrario al de los soldados, que llenan los caminos de charlas, gritos, canciones, que ahondan la soledad del marino. ¿Con qué ánimo levantaría Cristóbal la mano para golpear la pequeña puerta del convento?
La abriría un Juan Pérez. “El mínimo nombre español”, que dice Majó Framins. Y, para mejor, franciscano, es decir hermano menor, mendigo. Pues Juan Pérez, fraile, cualquiera como quien dice, o como quien dice España, en anónima esencia, le dá el calor que necesitaba el ánimo del caído, del vencido por la razón del mundo. Y llama, el fraile, al físico de Palos, Garci Fernández, y al más renombrado marino del lugar: Martín Alonso Pinzón. Y éste inclina la balanza a favor del proyecto.
¡Sí hombre! ¡Hay que partir hacia el sol poniente; no pueden venir de muy lejos las habas de mar, ni los maderos..!
Otra carta, a la reina esta vez. Juan Pérez la conoce de pequeña, primero como servidor, luego como confesor. En 15 días, está la respuesta: ir. Tienen que alquilar una mula para fray Juan Pérez. Llega a la Ciudad de Santa Fe, edificada frente a Granada, para sitiarla con calma. Allí lo recibe Isabel y lo escucha. Debe haber sido como escuchar el murmullo del mar, el rumor de la ribera: gente martillando, aserrando, remando, izando y comentando lo que vio uno y oyó el otro; qué vieron: habas de mar, maderos labrados... Y ese Martín Alonso Pinzón, de familia, posición, trabajador y emprendedor, que se ha comprometido ya.
Fernando quiere aún la opinión de su ilustre súbdito, el cosmógrafo Jaime Ferrer, que le dá su visto bueno. ¡Qué venga otra vez Colón! Y se le envía algún dinero, para que se pueda vestir a tono con la entrevista. Cuando el 1ro. de Enero de 1492, las campanas a vuelo y una salva de artillería, clarines y tambores, saludan la Cruz triunfante sobre las torres de Granada, dando fin a una tenaz reconquista de 780 años, y los correos esparcen, por Europa, la noticia de esta victoria decisiva, no puede haber cristiano derrotado en España.
Alonso Fernández de Lugo obtiene permiso para su conquista de La Palma, otra de las islas del archipiélago canario. Se ha decidido ya, también, apoyar la empresa de Cristóbal Colón. Pero ahora es su ambición y desmedida pretensión, lo que echa todo abajo. Y Colón emprende, otra vez, el camino solitario: ¡Qué fe para enfrentar otra vez el fracaso! ¡Pero qué fe tan petulante! Su convicción en sí mismo, como instrumento divino, parece atacada de soberbia diabólica.
Por eso no falta al rey Fernando un pensamiento práctico y sagaz, o un consejero que se lo preste: ¿Qué importan los excesos que pide, si se le dan sobre lo que él mismo descubra? Dos o tres barcos, menos que medianos, son riesgos insignificantes para lo que se puede lograr: rodear al turco, aliar príncipes lejanos contra él, obtener recursos para rescatar el Santo Sepulcro, y llevar el Evangelio a los pueblos de Oriente.
Un mensajero alcanza a Cristóbal, con la orden de volver. El 30 de Abril de 1492 quedan concedidas las “cosas suplicadas”, por el que será Virrey, Gobernador, Justicia de todo lo que descubra o gane por sí; tendrá el diezmo de todo lo que allí se comercie y será Almirante de la Mar Océano. Ahora a la Villa y Puerto de Palos.
Pero no fue cosa de llegar y embarcar. Había que vencer desconfianzas y resistencias, porque el respaldo de la Corona no implicaba obediencia ciega, y menos de profesionales, independizados por el dominio de su oficio. Los reyes hicieron valer el compromiso, del Puerto de Palos, de dar al Estado dos naves en servicio por año y, además, compraron, en junio, el 50 % del puerto que pertenecía a los Silva, para aumentar su control sobre la empresa.
Pero hubiera faltado el nexo entre la orden del Estado y su encarnación en la vocación protagónica de su pueblo, si no fuera por Martín Alonso Pinzón, su familia; la de los Niño, los Quintero, Juan de la Cosa, que viene con su nave “La Gallega”, que, con su nombre, indica su astillero de origen.
Se vencen los recelos contra el extranjero desconocido. Se logran mejores barcos que los que toma el Almirante con su orden real. Se enrola una tripulación del que un historiador dice:
“Flor y nata de la población marinera, muchachos lugareños, cuyo sentido deportivo fue excitado por la novedad de la empresa y la esperanza del beneficio; buenos tipos, intrépidos, competentes y leales”.
Martín Alonso Pinzón se reserva el mando de "La Pinta", la más veloz de las tres naves, y lleva, como segundo, a su hermano, Francisco Pinzón, y, Diego, de los menores, como marinero. Marinero también es el propietario, Cristóbal Quintero, un ejemplo típico de la democracia técnico-operativa de los gremios de la época, pues aún no tenía experiencia náutica para más.
Otro Pinzón, Vicente Yáñez, de unos 30 años, lleva el mando de "La Niña", y su propietario Juan Niño va como segundo; otro Niño, Peralonso, es piloto, con sus 24 años; y, otro, Francisco, de 19, es grumete. Y aún embarcan, quizá, Cristóbal y Bartolomé Niño, menores todavía.
El Almirante se instala con sus títulos, sus documentos, sus cartas e instrumentos náuticos, sus libros de cabecera, en "La Gallega", que él llama "Santa María", como a todas las naves, desde las que dirigirá sus cuatro viajes descubridores. El propietario de esta nave, Juan de la Cosa, otro viejo lobo de mar, va como segundo a bordo. La plana mayor se completa con pilotos, médicos, cirujanos, un veedor de la Corona, un escribano y el alguacil de Justicia, que nombra el Almirante: Arana, tío de su hijo Fernando.
La tripulación se integra con 87 hombres comprobados. Entre ellos sólo cuatro penados: uno, condenado a muerte por matar a un funcionario, ayudado a escapar por tres amigos. Los cuatro son apresados y sentenciados, como la ley mandaba. Se les dá entonces opción para este viaje y la aprovechan, y harán carrera.
Todo listo. ¡Ah! Y van, entre los marineros, un sastre, un platero y un pintor. También un converso, que sabe hebreo, árabe y hasta caldeo. No hay soldados como tales. Tampoco sacerdotes, que no llevan tampoco los portugueses en viajes de exploración. La vida espiritual de los nautas, en esas condiciones, está garantizada por los Sacramentos recibidos al partir; y las oraciones forman parte de los horarios, y hasta de ciertas maniobras.
También están embarcados, y convenientemente estibados, los repuestos, las herramientas, los alimentos, las medicinas, el vino, la galleta y las tinajas, que se llenarán a último momento con el agua dulce y fresca que, desde un manantial, traía hasta la fuente vecina de iglesia, un acueducto romano.
El 3 de Agosto de 1492, después de oír Misa y comulgar, el Almirante, don Cristóbal Colón, ordena, por fin, a sus capitanes y maestre, levar anclas, para descender, aguas abajo, el río Tinto, pasar su barra y poner proa al mar abierto. Hacia nosotros, con los primeros rayos del sol del nuevo día.
El 9 de agosto, en las Islas Canarias. Allí arreglan el timón de "La Pinta" y cambian el aparejo de "La Niña", igualándolo con las otras. El 6 de septiembre, parten hacia lo desconocido. Aunque en las Canarias hay quienes dicen se ha visto muchas veces tierra al Oeste, nadie puede precisar dónde, ni la extensión verdadera del océano. La civilización no ha registrado su cruce por ningún ser humano aún. Es un desafío. Un medirse a sí mismo, en la inmensidad del mar. Cada dorada puesta de sol, un balance.
El 13, un primer descubrimiento: la declinación, fenómeno que no escapa a la capacidad de observación del Almirante, y que amenaza privarlos de un elemento fundamental de rumbo. Afortunadamente, la desviación magnética, no pasa de ciertos límites. El tiempo no puede ser mejor en todo el trayecto. Los alisios empujan, puntualmente, hacia el Nuevo Mundo, la Cruz roja de Santiago, pintada sobre las velas blancas.
Breves calmas en el Mar de los Zargazos. Una tormenta tropical, que pasa a la vista, sin molestar. La masa de fuego de un aerolito, que cae en el mar, levantando alboroto de agua y vapor. El 6 de Octubre, Martín Alonso Pinzón aconseja un cambio de rumbo, que el Almirante sigue al día siguiente. Han sobrepasado los cálculos. Falsos anuncios de tierra, aumentan la incertidumbre, y hay quien quiere el regreso. Colón consulta con sus capitanes y Martín Alonso contesta, como un cañonazo,: que se ahorque a los que no quieren seguir, que si no se anima el Almirante, lo hará él mismo con sus hermanos, porque “no había de volver atrás, sin buenas nuevas”. ¡Adelante, pues, a triunfar o morir!
La noche del 11 de Octubre no cierra del todo. La luna la deja entreabierta, con claridad de plata, que los vigías ven juguetear en las espumas blancas de las olas. Pero, una de esas espumas queda quieta. La nave avanza lenta con brisa suave. Y la espuma se ha estirado en línea fija. Es ya una faja ... es ... ¡Tierra!, grita Rodrigo de Triana, en alarido de júbilo.
Los demás vigías confirman. Todo el mundo se despierta en algazara; un cañonazo, vivas ¡Es la gloria! Echar anclas, para no llevársela por delante, y abrir vinos para festejarla. Las primeras luces esbozan y el sol a pleno confirma:
“Una isla bien llana y muy grande y de árboles muy verdes, y muchas aguas y una laguna en medio y toda ella verde, que es placer mirarla”, dice Cristóbal, como de una hija. Y, en ella, “indios”, porque así los llama, como habitantes de la buscada India del Gran Khan, y allí están con sus facciones orientales, como que son de Oriente. Sin duda.